Entrevista

Entrevista a GECNA, no publicada, a cargo de Dimitriv Prieto Samsónov para la Red de Antropología Radical

D: ¿Cuál ha sido la trayectoria intelectual y militante del GECNA?

GECNA: El Grupo surgió hace dos años cuando la interacción de nuestros estudios y prácticas con las circunstancias en Cuba alcanzaron un nivel óptimo para crear una entidad que pudiera comunicarse a nivel social. Decidimos llamarlo Nuestra América siguiendo y expandiendo el concepto de José Martí, en el que define la necesidad y aspectos de una integración continental. Siendo cubanos y latinoamericanos, iniciados en prácticas libertarias, podíamos tributar, desde un área que no fuera exclusivamente política, a la revolución que ocurre hoy en el continente. Esa área es la identidad y la memoria histórica, entendida como raíces, ya que suele estar sometida esta idea a coordenadas restrictivas del espacio-tiempo. Todo proyecto de integración implica una redefinición de la identidad, que tiene distintos niveles. En un nivel básico es una proyección de la memoria histórica en el tiempo, la imagen en la cual un ser humano, un pueblo, una nación o un continente se reconoce a sí mismo. En un nivel más abarcante la identidad es la memoria viva, la conciencia de sus raíces que busca permanecer a través de las contingencias históricas mediante un gesto evolutivo de adaptación y universalización que renueva continuamente esa esencia, la moderniza, por así decirlo. Para nosotros la raíz de la cultura está en el chamanismo, que es anterior a cualquier construcción ideológica, religión o sistema interpretativo y consiste en un conjunto de prácticas para explorar y expandir la conciencia, factor que promovió el paso del simio a nosotros. Es rastreando el chamanismo ancestral y sus elaboraciones posteriores que hallamos estrategias para una integración esencial panamericana proyectándose globalmente, Las ponemos al servicio de una imprescindible redefinición identitaria. A partir de ahí, hemos estructurado varias líneas de proyección que puedan rendir frutos a la idea de la integración basada en las raíces.




D: ¿Cuáles son las características del trabajo del GECNA en Cuba?

GECNA: Tenemos una estructura externa sencilla: una comunidad pequeña de personas que comparten los recursos y las decisiones. Solo existe a efectos representacionales, algo común en Cuba donde es prácticamente imposible legalizarse y casi todo sucede al amparo de una institución, con la negociación necesaria. Esto lo sentimos como carencia y desafío a la vez y hasta ahora no ha sido un problema o un impedimento concreto para lo que nos hemos propuesto.

El GECNA posee diversas vertientes, pero en el último año hemos dividido nuestro trabajo en dos ámbitos: una tiene que ver con el Grupo propiamente y la otra es la participación en un esfuerzo por crear una organización de carácter socio cultural en Cuba autónoma y autogestionaria, que pueda convertirse en una alternativa real de solidaridad, acción responsable y en una voz de cara a la realidad cubana.

Esta área ha resultado de máxima importancia. Ha sido una experiencia en extremo iluminadora aunque no siempre en un sentido positivo. Por una parte, la institucionalización del país es extrema, controladora e incluso represiva, y por otra, encontrar formas útiles y funcionales de organización se ha convertido en una verdadera piedra de tropiezo. Valdría la pena convocar un diálogo para confrontar experiencias semejantes en diversos contextos. Este es un tema medular: qué rostro tienen o pudieran tener las nuevas formas de lucha más integradoras y plurales a las que aspiramos. Nuestra experiencia y concepción es que también en este tema es mucho lo que sociedades ancestrales, podrían aportarnos.

D: ¿A qué se debe el creciente interés por los conocimientos ancestrales de los pueblos de Nuestra América?

GECNA: Hay una multiplicidad de factores implicados, desde históricos hasta puramente energéticos. Es útil atender a las manifestaciones de un renacimiento y de un espectro de posibilidades que se abren hoy en América y desde América para el Mundo. Hay que contar por una parte con el agotamiento de un modelo, el modelo eurocéntrico y materialista que ha engendrado como variante última el neoliberalismo y que ya demostró ser incapaz de enfrentar los amplios retos del mundo contemporáneo. El neoliberalismo es la expresión más sofisticada y extrema del colonialismo. Por otra parte, podemos hablar todavía hoy de un conocimiento ancestral que ha sobrevivido a los múltiples intentos de destrucción por parte de las culturas “dominantes”, precisamente en una compleja historia de resistencia y lucha de los pueblos (indígenas y afroamericanos) que en América han sido los herederos, depositarios y defensores de estas culturas originarias o “fraternales”. Es evidente que en los últimos tiempos se ha comenzado a producir una inversión en la pugna entre la cultura “dominante”, ego-centrista, destructiva y la cultura “fraternal”, apegada a la Tierra y respetuosa con la vida, pero dicha inversión, aunque está profetizada en las cosmogonías de estas culturas de la Tierra, es el resultado “lógico” de una lucha de siglos, iniciada en América desde mucho antes de la llegada de los españoles, desde el momento en que surgió en el continente una cultura basada en el dogma, el sistema patriarcal y la guerra que trató de absorber o destruir a toda cultura distinta a este modelo. Fenómenos que entendemos en la actualidad como “renacer”, por parte de las culturas originarias de América, y de “curiosidad” por parte del mundo occidental, son el producto externo de la fuerza lograda por la lucha, la perseverancia y la astucia de estos pueblos que aún hoy viven en condiciones sumamente difíciles.

D: Desarrolle sus opiniones sobre los procesos actuales en Nuestra América, en especial los relacionados con los movimientos indígenas. ¿Cuáles son los hitos o momentos principales de tales procesos? ¿Se está produciendo un cambio histórico?

GECNA: América Latina es un hervidero hoy día. El protagonismo del sector indígena y campesino en las luchas de los últimos años ha traído a un primer plano muchos temas que no estuvieron nunca en la agenda política tan prioritarios como ahora, como posibilidades tangibles de buscar otras soluciones y cambiar los enfoques. Ha sido de suma importancia el surgimiento y consolidación de organizaciones indígenas, al punto de celebrarse tres Cumbres cuyas declaraciones explicitan la naturaleza de los retos que enfrentan como pueblos o naciones y su toma de posición política. El haber logrado la firma de la Declaración Internacional de los Pueblos Indígenas, luego de dos décadas de dura batalla en la ONU, la toma de posesión de Evo Morales en Bolivia, la participación de estas comunidades en la lucha contra el TLC y el ALCA, evidencian el papel revolucionario del movimiento indígena de hoy. Su contribución en formas de organización autónomas y sustentables, definiciones de territorialidad, soberanía alimentaria, cuestionamiento del poder del Estado-nación, el rol fundacional que atribuyen a las plantas visionarias en la cultura: una lista de asuntos de profunda actualidad y alcance global constituye el aporte de la cosmovisión indígena, y de los propios indígenas organizados como fuerza de transformación social.

Esto sin embargo no debe significar en ningún caso, y es algo en lo que nos gusta insistir, un aislamiento de “lo indígena” como fenómeno. Hay casos en que visiones amparadas en lo ancestral o lo originario, se convierten en fuerzas de retroceso al autoproclamarse herederos únicos del conocimiento o la “tradición” lo cual muchas veces no es más que una tapadera para los más enconados lastres coloniales. Actitudes superficiales competitivas y exclusivistas como esa, vengan de criterios de raza, género, edad, creencia o de cualquier otro tipo, son siempre reaccionarias. Por otra parte, las políticas proteccionistas tan en boga hoy son racistas, y tienen el efecto de impedir el ejercicio de la autonomía y degradar la cultura con estrategias de asimilación; lo mismo si vienen del evangelismo que del marxismo, además de añadir un peso extra a la ya gravísima situación de discriminación que nuestras sociedades tienen hacia lo indígena. La contraparte de esta actitud es romántica y se alimenta del mito del buen salvaje. Se parece más a una idealización de nosotros mismos que a una mirada objetiva; es el viejo tema del “otro” como depositario de nuestros miedos y fantasías.

En todo caso, el renovado protagonismo del sector indígena sería un índice para juzgar esta nueva época que se avecina, pero un verdadero cambio, un cambio cualitativo, puede nacer únicamente de un cambio de enfoque. Para ello volver a las raíces es fundamental, pero una vez más, insistimos, las raíces no son el folklor o la tradición, sino el impulso que hace volver a los orígenes y provee la condición identitaria de ser un “pueblo originario”, son las bases fundacionales de una cultura. Desde esta perspectiva, las raíces no son cosa del pasado, sino un impulso hacia el futuro sobre la base de que toda forma cultural es un convenio del humano con su medio, para trascenderse como especie. Ahora vivimos en una cultura que ha perdido esta noción de ser “originaria” y al no poder sostenerse desde las raíces se ha involucrado en una ilusión de progreso en la que los atavismos individuales y sociales se reciclan sin resolverse y ya comprometen hasta la mera vida en el planeta. Esto es un hecho. Pero sería un error contraponer a esta realidad la del indiecito bueno y sabio amando a la naturaleza desde sus plumas y otros “adornos étnicos”. Esa imagen del indígena es un estereotipo cultural cultivado por la misma matriz colonial y lamentablemente muchas comunidades “indígenas” en la actualidad lo toman como suyo, acelerando el proceso deseado por la colonia: la segregación. Está claro que en América se esta produciendo un cambio histórico, siempre ha sido así, la cuestión es si ese cambio será históricamente permanente, es decir, si lo que va a permanecer es el factor “histórico” o el de “transformación”. Esto es importante porque marca una diferencia radical. La humanidad lleva siglos experimentando revoluciones sociales, cambios históricos definidos, pero no cambios tan profundos que involucren a la especie humana en su totalidad, lo cual implica el consabido ciclo de futuros opresores que fueron los oprimidos del pasado.

La cultura occidental se basa precisamente en esa inercia social y su modelo hegemónico es justamente negar y condenar todo intento de evolución social que se oponga a esa ilusión de progreso. Y una manera clara de ejercer la colonización mental es dejar modelos bien estereotipados de las culturas ancestrales en las que la “tradición” significa seguir arrastrando una parafernalia étnica que hace mucho se desconectó de su poder renovador. El resultado es un cínico sentimiento global de rechazo-cariño a esas pobres culturas que no pueden montarse en el carro del progreso y el ocultamiento total de lo que constituye su base vital, la “Ley de Origen”, según le llaman algunas comunidades.

Según esta ley, el desarrollo humano está en trascenderse como especie, y no hay cambio histórico real si no hay liberación de los límites humanos, que son exponencialmente proporcionales al alejamiento de las raíces identitarias, no ya de un pueblo o una raza sino de la humanidad como especie. Esto significa que si un cambio histórico no produce un humano cualitativamente diferente, podrá haber dejado una huella en el ámbito de las efemérides pero no fue un cambio real. El ser humano es esencialmente el mismo desde hace milenios y lo que ha hecho la diferencia en diversos puntos de la historia es el desperezamiento colectivo de la ilusión de progreso terrenal y material y la vuelta a los orígenes de la cultura en la ampliación de los estados de conciencia, que es donde reside la posibilidad de reconocer qué es origen y qué es raíz, qué debe permanecer en el tiempo y qué es mera cristalización temporal de alcances momentáneos. Cuando una cultura o grupo social se ubica en esta perspectiva, está en condiciones de romper la ilusión del tiempo y cosas para nosotros tan ajenas, abstractas y provenientes de la “mente analógica primitiva”, tales como tiempo originario y consciencia ancestral se tornan claves pragmáticas para provocar el progreso social que sintoniza con un salto evolutivo de la especie. Una vez rota la barrera del tiempo, que es la condición de la ilusión de progreso, la vuelta a las raíces es simplemente llegar al núcleo del poder renovador que une pasado, presente y futuro en un continuo de perpetua renovación de esencias, no de meras pieles culturales. Toda cultura que se ha alejado de ese núcleo se ha condenado al tiempo lineal donde el progreso es superficial y parcial, aislando aspectos que luego florecerán con la fetidez de lo reprimido.

Las culturas ancestrales, si se quiere de corte “indígena”, no son el estereotipo de perfección inalcanzable que nos ofrece la maquinaria mediática occidental, ni la muestra del pasado ya trascendido, sino colectivos humanos idénticos a nosotros, con la sola diferencia de que colocan su sentido de identidad en saberse seres en evolución, con el desafío constante de regresar al tiempo originario so pena de cristalizar y envejecer en el tiempo lineal. Y ese tiempo originario, aunque participa de la historia no está limitado por ella, ya que el tiempo es ante todo una función de la conciencia, pese a que para el común de la humanidad actual sea un fenómeno objetivo, externo a nuestros procesos perceptuales y en el que no tenemos determinación alguna. Las culturas originarias basaban y basan su vuelta al tiempo originario, su vuelta a las raíces, en la expansión de la conciencia y en la permanente vigilancia al impulso por reducirse.

Para esto se volcaban de lleno en la exploración de la mente y en sistematizar los resultados de esa exploración en símbolos viables y consensuables de un proceso cultural que ya tiene impresa la noción de lo originario. Esta exploración es fuente de grandes descubrimientos a los que la mentalidad actual apenas comienza a asomarse. Una clave fundamental para el regreso a las raíces es el contacto profundo con la naturaleza, entendiéndolo no desde una visión turística o “ecológica” sino desde la disolución del límite perceptual que hace creerse al individuo separado del resto de las personas y del mundo. Esa noción se ha perdido en gran parte del planeta y muchas culturas etiquetadas hoy como originarias ya ni tienen idea de dónde surgieron los rasgos culturales que enarbolan casi de modo mendicante a los ojos del occidental superior. Para una colectividad así solo queda el subterfugio de la raza como tapadera del vacío identitario que ya no genera cambio histórico real. Y es justo esa condición la que el Occidente colonizador busca perpetuar.

Es en esa dirección en la que hay que apuntar si pretendemos encontrar un paradigma esencialmente humano, que vaya a los orígenes ontológicos de nuestra identidad, sin las trabas formales que son solo atributos de lo humano. En esto una vez más, seguimos a Martí, que refiriéndose a la raza, aunque la idea pudiera aplicarse a cualquier otra circunstancia como la raza, la nacionalidad, las creencias o el género, dijo: “no hay odio de razas, porque no hay razas”.

D: Valore el rol de la antropología en la reivindicación de los derechos, los conocimientos y las prácticas de los indígenas de América.

GECNA: La antropología puede hacer aquí una contribución fundamental, pero una vez más, solo si es desde una perspectiva abarcadora, desde la expansión de los límites. Un límite es el estereotipo étnico, evidente en la fácil etiquetación de “lo indígena”. Otro es el límite geográfico, que confina los fenómenos de las culturas originarias, sus luchas y reivindicaciones a algo exclusivo de zonas específicas. Ambos reflejan el patrón cognitivo que ha limitado los alcances del quehacer antropológico pues, al detenerse en las especificidades del contexto, olvida la universalidad y actualidad de muchos de su elementos y centra la atención más bien en aquellos que permiten destacar la extrañeza que despiertan las formas culturales diferentes de las occidentales. Este sentimiento de extrañeza y separación ya fue denunciado por el etnógrafo Adolf E. Jensen, que veía en ello una intención académica de dejar bien establecido que la antropología se dedicaba a la disección, con pinzas y guantes, de culturas extrañas, con el presupuesto de que representan el pasado de la humanidad en el que la ¨mente primitiva¨ se esforzaba ingenuamente por comprender un mundo que rebasaba sus capacidades.

Esta actitud desde ya condena a la intrascendencia y la condición de inferior al objeto de estudio antropológico. Si a esto se le suma el barniz de “lo indígena” que trae el sobrecargo del trauma de la Conquista, ya se prefijan de por vida toda la gama de actitudes que se pueden experimentar ante una cultura ancestral que lucha por permanecer: paternalismo, admiración sensacionalista, cariño romántico, curiosidad científica, tácito desprecio, estrategias de asimilación, etc. Si se cierra más el cerco y se reduce el espectro geográfico a la América ¨postcolonial¨ y más aún a la América Latina, entonces las posibilidades de reivindicación desde la antropología ya están agotadas. Toda labor antropológica que se concentre en las estructuras culturales del pasado precolonial desde esa visión alienante ya de por sí es contraproducente, puesto que esa es justo la actitud colonialista que ve en la mentalidad ancestral, ya se indígena, criolla, mestiza o tradicional todo lo que se opone al progreso de la sociedad. Desde esa burbuja preconceptuada palabras como derecho, práctica y conocimiento originarios se convierten pronto en aspiración ingenua, ritualismo y superstición indígenas. Si el antropólogo occidental no es capaz de compartir la cosmovisión ancestral, más allá de la interpretación intelectual que eufemísticamente habla de una “mente analógica primitiva”, no estará en condiciones de aportar un mínimo a esa reivindicación.

Gracias a las variadas aproximaciones que han realizado una amplia gama de antropólogos, Occidente cuenta con una abundante información que ha abierto un sinfín de posibilidades, desde trazar una historia de la humanidad con más profundos orígenes hasta revalorar los presupuestos de la propia cultura occidental. El mayor logro de estos estudios, a nuestro parecer, ha sido precisamente dar cuenta de que existe una visión del mundo exponencialmente más abarcadora, conciliadora y abierta que la visión que poseemos en la actualidad. Que existen otras maneras más felices de relacionarse con los seres, la naturaleza, el mundo. Así, aquellos antropólogos que han hecho un aporte concreto al mundo en que vivimos, en cuanto a detectar las fallas de nuestra cultura y discernir caminos de renovación, de transformación, han sido aquellos que colocaron a un lado sus vestiduras de académico y experimentaron por sí mismos el modo de vida y la visión de los pueblos que aún conservan la conciencia del tiempo originario.

Esto implica admitir la posibilidad de un estado de conciencia, compartido por las comunidades arcaicas, desde la cual la cosmovisión es más cósmica y más visionaria y, una vez admitido, esforzarse por experimentarlo, si es que va a hacer antropología con propiedad. También implica detectar, analizar y sintetizar los reductos que sobreviven de esa cosmovisión, y deslindar la supervivencia de formas culturales ya ineficientes, desligadas del estado de conciencia que las originó, de la ineficaz superstición científica basada en la estrechez de la cosmovisión racional y materialista contemporánea. Luego corresponde romper la barrera geográfica y constatar que lo que hay que reivindicar en América es lo mismo que hay que rescatar en el resto de planeta: el estado de conciencia que permitía una proyección cultural más coherente con las condiciones naturales, sociales y evolutivas de la especie humana. Una vez en ese punto se vislumbra lo más importante: el rescate de esa cosmovisión arcaica y la posibilidad de hacerla enteramente emulable y compatible con la visión racionalista moderna, una vez que esta pueda abrirse a la posibilidad de ser completada y conciliada con una visión que tiene como origen y meta el regreso cíclico al Origen. Entonces, estamos en condiciones de hablar de reivindicación de derechos, prácticas y conocimientos ancestrales y de una antropología realmente consecuente con el estudio del hombre.


D: ¿Existe un papel político de la antropología? ¿Sólo uno, o hay varias posibilidades?

GECNA: Existe un papel político de la antropología, por supuesto. En realidad todo tiene un papel político, solo que ese rol se puede desarrollar a conciencia, responsablemente, o puede ser una mera continuación de una sugestión cultural. Cada una de nuestras acciones tienen una repercusión política, en el sentido de que todas implican la cuestión de cómo se construyen la relaciones y se toman las decisiones en la sociedad, que es a lo que finalmente se refiere la política. Visto desde la necesidad de una toma de posición, entonces todas nuestras acciones representan y constituyen potencialidades. Desde cualquier sitio se puede enfrentar la lucha.

Ahora, siendo antropólogo, un ser humano tendría preguntas específicas que hacerse en relación a cómo eso que ha aprendido, esa visión del mundo que ha adquirido a través del estudio y la confrontación con otras formas de concebir la realidad, puede transformarse en una herramienta útil. La antropología, como cualquier ciencia, es un arma ideológica, y sirve a intereses que la superan. Siendo así, ha estado al servicio durante mucho tiempo de una mentalidad colonial, que refuerza su miedo al “otro”, sancionándolo, marginándolo y degradándolo, y cuando ha fallado en esa estrategia, no ha dudado en acudir a la fuerza y violencia extremas, amparándose en la ciencia.
La antropología ha contribuido mucho en eso, con el mito del buen salvaje, con denominaciones y definiciones como la de animistas o totemistas para referirse a realidades que no caen en los patrones cognitivos de Occidente, reafirmando los tabúes y sugestiones propias de nuestra cultura.
El repaso de la historia de la antropología al servicio del colonialismo y sus evoluciones posteriores (neocolonialismo, neoliberalismo, etc.) impone un acto de responsabilidad histórica que se revierte en poner todo en su lugar nuevamente. Ahí comenzaría el papel eminentemente político, en el reconocimiento de la responsabilidad. Y luego hay mucho que se puede hacer. Una de las más claras y hermosas maneras en que lo hemos visto expresado es en la editorial de la revista Radical Antropology Journal, cuando expresa que se propone cuestionar suposiciones, como aquella de que estamos condenados a ser dominados por el conflicto y la violencia, priorizando lo material sobre otros aspectos de la humanidad, o que las revoluciones están condenadas al fracaso. Un aspecto revolucionario de la antropología, o más bien de una antropología consciente de su potencial y comprometido con él, es confrontar constantemente nuestra cultura con otras, exponiendo nuestro propios puntos oscuros, encontrando soluciones que no estén encerradas en esta, nuestra manera de ver el mundo. Eso tiene tremendas implicaciones, por lo que pueden ser de iluminadoras en temas que son todavía tabú como la orientación sexual, o el derecho a explorar la conciencia, o la decisión personal sobre el momento y la forma de morir, o en aspectos todavía de mayor alcance, como la concepción misma de la cultura y sus posibilidades de integración en un sistema verdaderamente coherente, que de espacio a la realización de los potenciales humanos.

D: ¿Qué significa para un antropólogo ser radical?

GECNA: Radical significa ir a la raíz de las cosas. ¿De qué trata esencialmente la antropología? Del ser humano, de intentar no una definición sino una comprensión del ser humano suficientemente fundamentada a partir de la observación de lo que el ser humano es y más que lo que es, de lo que puede ser, y suficientemente abarcadora como para darle un cauce a nuestras mayores aspiraciones. Así, un antropólogo radical es un verdadero científico, se toma así mismo como experimento y se decide a comprobar, mediante la transformación de su propia conciencia, las verdades que ha encontrado. No es poca cosa. Es realmente una responsabilidad. Significa procurar una verdad autocuestionante que solo por renovarse constantemente pone en entredicho toda verdad limitadora. Eso permite salirse de clichés de todo tipo y dejar de acumular sugestiones prejuiciadas que con el tiempo se erigen como ciencia cierta. Una buena guía en esta búsqueda reside en el intento constante de radicalización, que implica no solo tomar partido a favor de la liberación de las sugestiones, sino también buscar el origen de todo presupuesto humano en la raíz misma de lo procesos de consciencia y cuestionar la suposición fundamental: que la humanidad esta evolucionando solo porque se aleja cada vez mas de un origen que no se atreve a revisar, pues eso nos pondría frente a estructuras mentales totalmente arbitrarias sobre las que hemos erigido el humano “civilizado” de hoy. Ser radical implica ser responsable del origen de las cosas, tomarlas como propias y evitar que lo que es esencia raigal, sujeta a evolución por su vitalidad y dinamismo, se convierta en residuo cultural externo sujeto al estatismo y a la involución. Esto vale tanto para el antropólogo que decide formar parte del proceso de transformación social, como para el representante de cualquier cultura ancestral que de veras se proponga ir más allá de sus ideas de raza, patrimonio tradicional y demarcación regional. En este punto ambos son lo mismo, se tornan los mismos seres humanos procurando la permanencia futura de la especie en el regreso al Origen, desde el cual lo que se renueva es la esencia de la raíz, no las formas particulares y externas que su savia ocupa con el paso del tiempo.

D: ¿Qué relación guarda la antropología con el estudio de las posibilidades del “trabajo interior” del ser humano?

GECNA: Primero definamos eso de “trabajo interior”. No nos parece un término acertado. Tiene un valor como referencia: indica que algo debe ser hecho desde nosotros, algo por mejorarnos a nosotros mismos. Eso es cierto. Pero al mismo tiempo nos separa del mundo. Implica una dualidad; un adentro y un afuera, y no se trata exactamente de eso. Solemos vernos como entidades separadas de la sociedad; hay un “yo” y un “los otros”. Ha de haber una vocación de desarrollo individual que pueda ponernos en mejores condiciones para enfrentar nuestro compromiso con el mundo, pero enfrentarlo dando por hecho una separación entre nosotros y el mundo es una creencia impuesta por la cultura, y nos limita de antemano. 
En ese sentido, preferimos mirarnos y asumirnos como una interacción continua, de modo que todo nuestro actuar será personal y social al mismo tiempo. Esto pudiera parecer una sutileza intelectual, pero en realidad crea esferas de acción completamente distintas una de otra. La aplicación concreta sería reconocer que todo lo que hacemos, la cultura en que vivimos y que moldea nuestra concepción del mundo, está basada en un adoctrinamiento derivado del hecho de vivir en un sistema de creencias, construidas sobre interpretaciones de la realidad percibida. Estaríamos hablando entonces de educar nuestra percepción, cultivarla, llegar a percibir las realidades energéticas y no las interpretaciones de los hechos, ni las sugestiones consensuadas culturalmente respecto a los hechos. 
En una aplicación divulgativa preferimos usar la expresión educación perceptual. Somos básicamente perceptores. Así que es más exacto llamarle así: educación perceptual, o mejor aún, exploración perceptual, porque en un sentido llano se trata de experimentar directamente, sin creencias ni ideologías que actúen como intermediarios, la totalidad de nuestras posibilidades y la infinitud del mundo. 
El campo ulterior de alcance de nuestra experiencia vivida es perceptual. Está claro que llamarlo así es también una interpretación, pero resulta más coherente con el propósito de alcanzar un nivel de objetividad compartible o consensuable. Se trata no de divulgar creencias, por muy sofisticadas que están parezcan, sino de promover la experiencia. Ahora, y este es el detalle significativo, el alcance de una educación perceptual no es una mera higienización de los sentidos, o un afinamiento de las capacidades perceptuales. La única manera de afinar la percepción es acrecentándola. En algún momento nuestra cultura tendrá que dar un salto de orden, en un ejercicio colectivo de autoreflexión sobre los medios a través de los cuales conocemos el mundo, y plantearse el reto de conocer la esencia energética del mundo percibido. Y este es por supuesto un reto que le compete completamente a la antropología, porque atañe al hombre en su totalidad; no a una de sus formas de existir en el mundo, sino a la esencia misma de esa existencia, que es ser perceptores, y la percepción se relaciona con todo lo que tenga incidencia en nuestras vidas y con todo lo que hagamos en el mundo, sea para nosotros mismos o para quienes nos rodean.

D: ¿Tal “experimentación perceptual” en las Américas posee algunas características específicas, o se trata de un invariante cultural global?

GECNA: La única manera de desarrollar la conciencia es expandiéndola, expandiendo su alcance. Esto es propiamente chamanismo: un sistema de prácticas destinadas a experimentar la realidad más allá de un sistema interpretativo, llegar a la percepción directa de la energía. El chamanismo es una invariante cultural global. Está en la base de todas las culturas y es, de hecho, sobre el conocimiento adquirido por los chamanes en sus estados expandidos de conciencia que estas han sido construidas. Una cultura como la nuestra sin embargo, no solo ha desechado sistemáticamente la posibilidad de la exploración de la conciencia sino censurado y reprimido a aquellos que han intentado materializar su derecho a decidir libremente sobre su aparato perceptual y su conciencia. Eso por supuesto solo expresa una incapacidad de nuestra cultura y no afecta en nada el valor del conocimiento acumulado durante milenios por hombres y pueblos enteros que sí se aventuraron en lo desconocido. Esa herencia es nuestra, nos corresponde como humanos y podemos reclamarla.
Ha sido ampliamente documentado e investigado por la antropología el proceso mediante el cual los estados de expansión mental, en la mayoría de los casos inducidos por plantas visionarias, han generado los sistemas simbólicos que conforman la cultura. Por otra parte, la mente humana es una sola en todo el planeta, y lo confirman ciertas estructuras, ciertos temas y mitemas que se repiten en las distintas cosmologías. Expandir la conciencia parece ser un instinto básico humano, tan fuerte como la reproducción o la supervivencia, probablemente más y, como todo instinto, es susceptible de represión.

En América encontramos las mismas prácticas chamánicas que en el resto del mundo, los mismos temas iniciáticos, los mismos mitemas, símbolos, incluso las mismas historias. La particularidad respecto a América, parece consistir en que sus principales focos culturales, la zona andina y Mesoamérica lograron algo bastante poco común: conservar sus bases chamánicas en la construcción de sociedades altamente organizadas. Anawak, por ejemplo, alcanzó un elevado grado de refinamiento del producto cultural, quizás en parte debido a las condiciones de aislamiento en que se conservó durante mucho tiempo. Dicho producto se conoce actualmente como Toltequidad y resulta el sobreviviente del proceso de formación, esplendor y decadencia que viviera la cultura anawaka. Aunque se desarrolló fundamentalmente en Mesoamérica a lo largo de al menos 5000 años de historia, se trata no tanto del producto concreto producido por una civilización concreta sino de un grado de realización de la cultura en la cual esta ensambla sus símbolos y construye una imagen coherente, sintética, integradora de la vida humana, de sus potenciales, intentando ajustarse a lo que pudiéramos llamar una ecología energética del cosmos.
Siguiendo esta línea podemos rastrear y encontrar una ideología común, en la que la práctica chamánica propiamente dicha no entra en conflicto, sino que por el contrario se ajusta a las circunstancias y contribuye al desarrollo de sociedades altamente organizadas, o al menos hay varios ejemplos en la historia que muestran que tal síntesis, tal simbiosis, es posible. Seguir esta línea puede llevarnos a un panamericanismo cultural, lo cual sería una herramienta esencial, porque en la integración de América sigue vigente el mismo reto de hace varios siglos: o bien ocurre en base a las raíces del continente, sobre las bases comunes del conocimiento ancestral, o bien se incorpora definitivamente a la cultura global dominante del neoliberalismo.



D: ¿Cómo se relaciona la “experimentación perceptual” con las luchas por la emancipación? ¿Permitiría su uso por grupos militantes evitar los errores que han plagado los movimientos radicales del siglo XX? Ponga ejemplos, argumente y fundamente su respuesta.

GECNA: El desarrollo humano hacia la liberación de las ataduras perceptuales y las luchas sociales no son áreas intrínsecamente separadas entre las que haya que establecer puntos de coincidencia, sino que más bien hay que reconocer una finalidad común; esa finalidad sería la libertad, y el punto está precisamente en descifrar o determinar a qué nos referimos con ella.
Solemos entender la libertad como la posibilidad de hacer cosas, y nunca llegamos a comprender en qué radica nuestra esclavitud. Cuando hablamos de libertad de expresión, por ejemplo, o de mejoras de la calidad de vida, es como si fuéramos convictos que piden poder expresar sus impresiones acerca de la cárcel o que abogan por reclusorios con mejores condiciones. La verdadera avenida hacia la libertad es la responsabilidad. El drama, la tragedia de la sociedad contemporánea, consiste en haber trasladado la responsabilidad de las personas a las instituciones, del pueblo al Estado o al mercado o a la religión. Hacerse responsable produce un fruto muy diferente y puede llegar tan lejos como estemos dispuestos a asumir, desde rebelarse contra ataduras externas, hasta revisar cuáles de nuestras creencias son impuestas y cuáles verdaderamente nuestras. Es de esta manera como puede verse la relación entre la experimentación perceptual y la lucha por la emancipación; puesto que no somos entidades separadas de nuestro entorno, sino un elemento más en una infinita red de subjetividades, interrelaciones y potencialidades, la orientación de nuestros esfuerzos es lo que nos define, y el compromiso con producir frutos. O trabajamos para jugar nuestro papel en la cadena de sometimientos en la que vivimos, o trabajamos para emanciparnos de las sugestiones y creencias y experimentar directamente el mundo, asumiendo la responsabilidad de tal desafío.
Respecto a la segunda parte de la pregunta, es completamente cierto que uno de los retos hasta ahora no superados, y de hecho una de las mayores causas de apatía hacia los movimientos revolucionarios, particularmente de los que se autodenominan más radicales, estriba en que, ya en el poder, una y otra vez han terminado desviando su cauce hacia la entronización de sistemas completamente contrarios a sus objetivos o pretensiones originales. Ese es un hecho que hay que enfrentar. Creo que la única manera de hacerlo es comprendiendo que la naturaleza propia de la energía es fluir, cambiar, moverse y evolucionar, e intentando generar entonces una matriz que pueda conducir los procesos por ese cauce. Hay una tentación común, hasta “natural” en principio, de conservar tradiciones, ideologías; mantener las cosas tal y como están, pero eso es solo indicio de que hay una enfermedad en el seno de la sociedad, porque la energía está puesta no en crear, sino en conservar, estatizar lo ya creado. Esa pretensión es contraria a toda manifestación de lo vivo, y por tanto, a la larga genera aberraciones que conocemos perfectamente como el absoluto control del Estado incluso sobre lo que se puede o no pensar, como terminó siendo en los países socialistas, Cuba incluída, o como sucede en la supuesta democracia de Occidente, donde nadie es responsable de nada y unos pocos aprovechan para robar todo lo que pueden. Hay por tanto que poner en riesgo todas las certezas, y concebir la renovación como un pilar del proceso. La idea misma de la renovación es de raíz chamánica, porque está basada en la observación directa de la energía; no es una teorización ni una especulación filosófica. De hecho uno de los temas fundamentales de la travesía iniciática es la muerte y el renacimiento; se trata de un imperativo energético.
En Mesoamérica esa concepción generó instituciones propias, como el Fuego Nuevo, un rito diseñado justamente como un acto colectivo de renovación simbólica. Literalmente destruían y quemaban aquellos objetos de fe para evitar la idolatría. Hace dos años en Cuba hicimos el experimento de transpolar esta ceremonia y le dimos un formato más apropiado a nuestras circunstancias. Lo que atestiguamos es que esta idea contiene un estímulo poderoso, porque todos intuimos que para que algo crezca, algo debe morir. Por supuesto, nuestra sociedad como conjunto está muy lejos de alcanzar un nivel de desarrollo que le permita crear instituciones o encauzar esfuerzos de esta clase, pero los movimientos revolucionarios debían plantearse esta cuestión como un tema fundamental. Castoriadis lo dice así, y ya refiriéndose a la posibilidad de crear una sociedad autónoma, que es uno de los temas fundamentales del pensamiento y la práctica emancipatoria del mundo hoy: “Una sociedad autónoma se hace posible únicamente partiendo de la convicción profunda e imposible de la mortalidad de cada uno de nosotros y de todo cuanto hacemos; sólo así se puede vivir como seres autónomos”.

D: ¿Cuál es su idea de la emancipación?

GECNA: La liberación de las ataduras perceptuales, porque puesto que somos seres perceptores, todo lo que somos es lo percibido. Los más refinados alcances de las culturas arcaicas redundan en la orientación hacia la consecución de un ítem esencial en la evolución humana. Una vez reconocidas las diferencias entre el humano y los otros seres del mundo natural, queda en evidencia que su próximo paso evolutivo es responsabilizarse con su existencia en el mundo perceptual, natural y cultural. El investigador Frank Díaz cuenta tres niveles en el proceso evolutivo de lo seres vivos. La masa viva pasa por las fases evolutivas de la conciencia de sí, consciencia del entorno y consciencia del Nagual. La especie humana está justamente detenida en la segunda fase, siendo la tercera la cumbre de su estadío como especie en el planeta. “Nagual” es un término del área nawatl de las culturas mesoamericanas, con equivalentes idiomáticos en todas las lenguas de la tierra, que establece para cada ser viviente una contraparte energética en la que reside la memoria de sus posibilidades evolutivas, el área, las posibilidades perceptuales más allá de la descripción del mundo que compartimos. Toda práctica ancestral humana que ha generado cultura proviene del contacto con esa dimensión de la existencia que es nublada continuamente por las sugestiones culturales cotidianas y que ha sido percibida y categorizada limitadamente como alma, alter ego, espíritu y otros términos imprecisos que no convocan la experiencia. Según esta visión la emancipación radicaría en la consciencia de esa contraparte energética de la que nuestra existencia diaria es solo un estrato superficial. Lo importante de esa realización es que tanto el sujeto como el colectivo consciente del nagual, pasa de ser un creyente pasivo del entorno a ser un creador de sugestiones que transforman el entorno y lo trascienden. Esta conversión de creyente en creador es el paso evolutivo inmediato de la especie humana y su potencial emancipatorio radica precisamente en la disolución del entorno como algo separado del individuo perceptor. Desde la consciencia del nagual, desde el sustrato de la energía, se vuelve a la naturaleza con la ganancia de la conciencia de integración con el entorno y el desplazamiento de la atención al plano de la interacción. Para el desarrollo social, esta conciencia del nagual posibilita un salto cultural en el que los símbolos que forman la cultura son resonantes y coherentes, y resuenan a medida que individuo y colectividad se responsabilizan con la evolución de la especie. Este salto evolutivo en la especie humana ha sido muy bien descrito por el filósofo estadounidense Andrew Cohen ante la pregunta de cómo se figuraba el futuro colectivo: “Creo que el próximo salto en la evolución de la conciencia de nuestra especie es un salto más allá de la individualidad. Ahora tenemos un ego muy desarrollado en el sentido negativo. Lo positivo es que existe una gran capacidad para la individuación. Necesitamos que individuos muy desarrollados empiecen a experimentar la unidad o la no diferenciación entre los Yo. A esto lo llamo una experiencia de autonomía y de comunión. En la primera, el poder creativo del individuo se libera. La comunión es cuando dos se unen como uno. Normalmente, autonomía y comunión no se pueden dar al mismo tiempo, pero en el estado del que hablo dos o más se funden en uno y al mismo tiempo, en el mismo espacio, experimentan autonomía. Experimentan que son una conciencia y simultáneamente cada uno vive su autonomía. Esto es lo que creo que es el próximo nivel y lo llamo la nueva iluminación, la iluminación evolutiva.”



D: ¿Cómo los conocimientos ancestrales de los pueblos de Nuestra América pueden contribuir a su emancipación? Si es posible, brinde detalles. ¿Cuál es el rol del mito en la emancipación?

GECNA: Hay muchas clases de mitos, y uno de los mitemas fundamentales es la historia de cómo un ser humano común y corriente se convierte en la realización de sus potenciales totales. Esto ha sido descrito en numerosas ocasiones como alcanzar la totalidad o divinizarse, y hay términos referidos a este estado de plenitud del ser en cada cultura. No es casual; revela primero una necesidad, un poderosísimo instinto humano, fundamental no solo en la evolución de la especie y el surgimiento de la cultura sino en su supervivencia misma, y también la posibilidad de que esa necesidad sea satisfecha, desarrollada.
Por otra parte, si toda experiencia humana conforma y es conformada por un sistema de creencias del que los mitos son su estructura ósea, entonces hay que adentrarse en la naturaleza misma del mito. El mito es una entidad neutra cuya función fundamental es condensar apretados núcleos semánticos de valores consensuados, conservables y transmisibles. Las sociedades contemporáneas son tan mitológicas como las arcaicas; hasta el enfoque científico más ateo es un sistema de creencias. Al mismo tiempo, el mito no es una entidad abstracta sino el producto concreto de personas concretas que consensuaron sugestiones para el futuro. Lo que hace la diferencia es lo que el mito va a perpetuar. Si el mito condensa y comunica la aspiración a la libertad de la conciencia y su consecuente libertad social, entonces el mito es emancipador; si no, es la condición que genera esclavitud. Por ejemplo: muchas sociedades arcaicas tienen mitos que perpetuán el poder tiránico sobre las comunidades y la desigualdad social, sobre la base de la presunta naturaleza divina del gobernante. Ese mitema es actualmente reproducido de muchas maneras por los gobernadores actuales, que basan su “divinidad” en el imperativo financiero y supuesta superioridad cultural de Occidente. Otro ejemplo, el desarrollo científico-técnico actual fomenta el mito que subjetivamente compartimos de que no hay evolución mas allá de las máquinas y el mejoramiento que estas representan para la sociedad, este mito va de la mano con la idea científico-religiosa de que hay un límite para la edad y existencia del universo. En esos mitos se perpetúa la noción de que el humano es y será un ser limitado, sin posibilidad de trascenderse y que la especie está condenada a los dictados sugestivos de los emporios culturales.
El mito es lo que su etimología establece: algo que se cuenta, y todo depende de si la historia final es la de la emancipación o la de la esclavitud. En el caso concreto de la América ancestral (como en la mayoría de los pueblos arcaicos) no todo lo que ha fraguado en conocimiento ha conservado el impulso evolutivo, de modo que se impone la depuración cultural de todo lo que es mera representación simbólica de algo que no tiene futuro; y lo que tiene futuro es justo lo que conserva el hálito emancipador consistente en trascenderse mediante la renovación y expansión de los límites perceptuales. Dos ejemplos concretos, si un “indio” hoy repite sus rituales solo porque “su abuelos así lo hacían” y no puede ubicarse en el estado de conciencia de sus ancestros para decidir y renovar su práctica, de modo que genere un producto cultural nuevo, sufre de esclavitud mitológica y es presa fácil de estrategias de asimilación y aculturación. Su conocimiento es solo mímica, no autoconciencia. Por otra parte, si el patrimonio ancestral de un pueblo se sostiene en los elementos que produjeron aberraciones y núcleos de ignorancia entonces no tiene nada que hacer en un proceso emancipatorio. Las prácticas ancestrales que favorecen la coerción social, tales como los sacrificios humanos y la sumisión al dictamen de los sacerdotes son similares a las prácticas sociales del Occidente actual que basan su genuinidad en otros presupuestos y a su vez generan la misma sumisión y sacrificio. Ambas anulan la capacidad del individuo de decidir sobre su destino y, más importante, desligan al individuo de su naturaleza de nodo interdependiente en una red social y de la posibilidad de decidir en el ulterior paso evolutivo de la especie. La contribución de los conocimientos ancestrales en la emancipación de América solo podrán venir de aquellos alcances cognitivos que hicieron sintonizar el desarrollo individual con el social en busca de una sintonización de la evolución humana con la progresión del cosmos, un énfasis en la interacción del individuo en todo lo que le rodea, más que en las terminales de esta interacción. El conocimiento ancestral que vale la pena es el que pone al individuo frente a la evolución de la especie ya que al tener como meta la trascendencia, se preocupa por perpetuar solo elementos emancipadores.

D: ¿Existe la posibilidad de aprovechar tales conocimientos en Cuba?

GECNA: Claro, el conocimiento no es privativo de ningún grupo, ni puede reducirse a un tiempo o sitio específico. Por eso es un contrasentido construir barreras políticas sobre un cuerpo de conocimiento reduciéndolo a un contexto geográfico o histórico. Todo lo que sirva al crecimiento, venga de donde venga, es propiedad humana. El conocimiento es lo único verdaderamente democrático que existe, porque está ahí para todos y depende de cada cual lo que alcance, depende de cultivar las condiciones para que fructifique. Por otra parte Cuba tiene su propia historia chamánica, sus propios referentes; y una urgencia de redefiniciones identitarias que salgan de la estrechez de la mirada clasista, que si bien es útil no es la realidad final de nuestra existencia.
Durante mucho tiempo, demasiado, se ha desechado la herencia indocubana como un elemento constitutivo de nuestra identidad. Los de nuestra generación por ejemplo, han sido educados en la creencia de que lo indígena en Cuba no dejó huella alguna y que nuestra cultura ancestral comienza con la llegada de la sabiduría africana. Cuando comienzas a indagar e investigar sobre la historia de la isla antes de la conquista se hace obvio que no es exactamente así, y algo aún más importante, que quedan huellas rastreables de las prácticas que se utilizaban para expandir la conciencia, de una cosmogonía y una mitología esencialmente semejantes a las de toda la Tierra, con los mismos centros abstractos que expresan metafórica y alegóricamente, el viaje de la conciencia. Si se tiene en cuenta que justo eso fue lo que el conquistador extirpó para garantizar su colonia, el panorama se hace más claro. Arrebatarle eso a la identidad es cercenar una parte fundamental de la historia, y no por lo antiguo sino por lo profundo, pues significa sabotear el origen.
Es significativo por ejemplo, cómo muchos investigadores insistieron durante largo tiempo en que la cohoba era simplemente tabaco, cuando en realidad se trata de una potente mezcla psicotrópica que cumplía, en las sociedades aborígenes antillanas, la misma función que en otras culturas ancestrales: reconectar al hombre con su entorno expandiendo sus capacidades perceptuales y renovar la cultura a través de la vivenciación de sus mitos constituyentes desde el grado de conciencia que les dio origen. Esa información es fundamental, no solo por una vocación de objetividad histórica, sino porque constituye un elemento medular en una identidad que no obvie o reprima el derecho de cada ser humano a explorar su geografía mental y que por el contrario tenga entre sus objetivos, crear una cultura que provea de sentido a esa búsqueda y encuentre un cauce de realización satisfactorio.

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